sábado, diciembre 16, 2006

Invierno en la ciudad


La ciudad cambia poco a poco cuando sus tardes se vuelven cenicientas y el sol se retira a dormir un poco antes cada día. Dicen las viejas pueblerinas que en invierno los días decrecen una patita de gallina. Es un dicho popular que, tan cierto como todos, nos hace comprender que se avecina un cambio: El Otoño, cercenador de hojas va llegando a su fín y el señor del frio y de las nieves se apodera por un trimestre de la naturaleza que entre tiritones y escarcha dará lugar a la fertil Primavera que, florecida, será prontamente desposada por Don Verano, que agostando las mieses empezará el ciclo que haga a Don Invierno estar presente de nuevo.
Dá como un mareo pensar en ello. Que rapido pasa un año. Como corren los días, unos en pos de otros, en una vertiginosa y suicida carrera hacia lo eterno.Hacia la nada.
Siendo tiempo y espacio, ambos, parte de la misma ecuación, solo en la vida cotidiana es posible comprender al señor Einstein: Cuanto tarda en pasar un minuto cuando se espera al ser amado. . .cuan rápido pasan las horas cuando se está con él. Cuanto tarda un año en pasar cuando se tienen diez o doce. . . que rápido pasan los años cuado se está en la sesentena.
Por eso, cuando llega el invierno a la ciudad con su carga de añoranzas y recuerdos, me gusta pensar en otros tiempos, en los que de la mano de mi abuelo miraba el cielo de la campiña cordobesa, negro de terciopelo tachonado de estrellas, que en las serenas noches de Diciembre se ofrecia a mi visión infantil como el cofre abierto del barco pirata del Capitan Miltón de donde se derramaba un joyel inmenso, de entre los que sobresalian Las Cabrillas y esos golpes de colores que conforman las nebulosas de Orión o de Andrómeda. Y automáticamente el tiempo se detiene. Se para. Se enlentece de tal manera, que inclusive me parece sentir en mis piernas el frio de los cortos pantalones de niño de ocho años.
Cuando despues me asomo a la lucerna de mi observatorio, veo que en la ciudad, y a una distancia de cincuenta y tantos años, solo La Luna campea en el cielo, y es casi lo único que se vé a simple vista. Aunque cuando pongo mis ojos en el telescopio, observo que allí, palidecientes entre la luz de la luna y la altisima polución lumínica, Las Pléyades me siguen observando como cuando era un niño que de la mano de un bracero cordobés se enteró que se llamaban Las Cabrillas.